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Jacqueline Murillo - Profesora de literatura

@murillogarnicaj


Por azares del destino, llegué con mis primeros pasos a una población bañada por el sol y rodeada de cultivos de arroz y de algodón, al sur de Colombia. Crecí en medio del pregonar de las campanas de la iglesia, el olor de la paila caliente donde preparaban el arequipe, y los cien pájaros que habitaban dentro de dos árboles que formaban una inconmensurable jaula.


Las melodías que emitía un viejo órgano cuando iba a la iglesia, cubierta con un delicado rebozo sobre mi cabeza, me transportaban al infinito de las bóvedas de la catedral: música de Bach, inalcanzable a los oídos sordos de los feligreses. Confundía los pésames con las felicitaciones, no lograba entender los cánticos que rezaban mientras embalsamaban con motetes a los difuntos: Quien cree en ti, Señor, no morirá para siempre. Esas letanías retumbaban en mis oídos por las noches al escuchar el sonido de los grillos mientras caía de vez en cuando la lluvia sobre el tejado de barro.





Con el pasar de esos primeros años, encontré un lugar de la vieja casa, al que llamábamos ‘el cuarto de las arañas’. Toda suerte de objetos estaban allí apilados, pero lo más revelador que vieron mis ojos -algo así como mi primera epifanía- fueron los libros que encontré guardados dentro de un baúl desvencijado. Saqué como pude uno de ellos y logré alumbrarlo muy de cerca, sosteniendo un destartalado candelabro que soportaba una vela de sebo que desprendía en el extremo una lánguida llama, y pude leer su título: Los hermanos Karamozov, a pesar de los diminutos orificios que las polillas habían dejado a su paso. Fue revelador asociar esa historia con las que se me recomendaba leer con devoción a los diez años. Una de ellas, la más impresionante: El martirio de San Lázaro.


"Los sueños y las metas siempre serán alcanzables en la medida de nuestra disciplina y de la confianza en el potencial interno."


Muchas preguntas quedaron sin resolver, como la conmoción que dejaban las lecturas. Me resultaba incomprensible que cupiera tanto sufrimiento en tan pocas hojas (ahora sé que las historias que contaban esos libros eran producto de la imaginación de quienes las escribieron, pero entonces creía todo lo que decían los libros había pasado de verdad). Sin embargo, en contraste, me atraían y me refrescaban como el rocío en las madrugadas los versos que recitaban los estudiantes en las semanas culturales del colegio. ¿De dónde brotaba esa intensidad? ¿Qué era todo eso que pronunciaba con tanta pasión el declamador?



Y como la ley de la casualidad está signada por el destino, en los albores de la adolescencia en la capital leí esos mismos versos: fue mi segunda epifanía con la poesía. El correr de la vida presurosa en la ciudad imponía sus propios ritmos: el apremio de los horarios laborales y las urgencias diarias me robaban la paz que hubiera necesitado para plasmar en el papel las imágenes y las emociones que iban acumulándose en mi alma.



El ejercicio de la profesión docente y el exilio voluntario me trajeron a esta isla del Caribe. Así surgió la oportunidad de vivir ahora en un lugar privilegiado. La tranquilidad que se respira en San Pedro de Macorís, República Dominicana, contrasta con las afugias de la gran ciudad. Este sitio del Caribe profundo, con los sonidos catalizadores que emanan de su naturaleza exuberante, también ha sido el laboratorio donde confluyeron esos paisajes de Bogotá y las urgencias del transeúnte que recorre sus calles. Nació una necesidad imperiosa de plasmar las imágenes que producían los días de la urbe, algunas de las cuales habían dejado huellas indelebles que solo el ejercicio de la escritura ha permitido rescatarlas y, de alguna forma, servir de catarsis.




Escribir ha sido mi vindicación, mi dulce denuncia y mi rechazo a permanecer callada.

Esta pandemia ha sido también la gran ocasión y el tiempo perfecto para reescribir los sucesos y emociones que produce el transcurrir de la vida en un país, como Colombia, maltratado por la violencia que se volvió parte del paisaje. Sin duda, este retiro apacible propició una conversión interior que rechazaba la indolencia y la ceguera de quien se halla metido en el tráfago incesante ante un transcurrir cotidiano colmado de injusticias, de violencia, de mezquindades.


La escritura me permite creer que todavía hay mucho que rehacer para rescatar la palabra y, con ella, hacer del mundo un mejor lugar y más habitable. Ha sido la fuerza que me ha rescatado de ‘la prudencia’ de la sumisión, de pensar que era todo lo que estaba a mi alcance, pues erróneamente creía que lo justo y prudente era el sufrido silencio de la melancolía.



He comprendido que el éxito es proporcional al lograr consolidar los sueños y las metas que siempre serán alcanzables en la medida de nuestra disciplina y de la confianza en el potencial interno. No hay asuntos mágicos que lleguen de la nada, los temores vienen por la fragilidad del conocimiento propio; la construcción del camino es permanente y consecuente con unos propósitos centrados, así haya que desmontar los esquemas sociales y culturales.



"He decidido cambiar el papel carbón, el borrador añejado de copiar al pie de la letra el molde de lo políticamente correcto y escuchar los latidos de mi conciencia."

Hoy, casi sin proponérmelo como un ideal de fantasía, he abierto una ventana en mi vida. Algunos lo llaman cambio, yo lo nombro elección.


 

Escrito por: Jacqueline Murillo

Editado por: Andrea Chaves

Publicado por: Juanita Morales




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